Escrito por Antonia el 07/06/2007. Portada de Valdeperrillos.com. Sección Biblioteca
Me contó un mulato, del que anda mi prima medio enamoriscada, esta sorprendente historia de cartas de amor que concierne a sus abuelos.
Él se llamaba Boiko y había nacido bracero en una hacienda de Cucumancoc. Nació fuerte y creció deprisa. A los quince años conoció a Nkue, que significa Tormenta, y bailó con ella una danza frenética de duró muchos días y muchas noches. Después viajó a la metrópoli como valet de un caballero, el hijo del hacendado. Antes de irse, ella le ató un cordel a la muñeca y lo cerró con muchos nudos. “No te lo quites”, le dijo, y ella se ató otro igual.
Durante los años que estuvo fuera la añoró ferozmente y dictó cartas formales -y un poco mezquinas- que su patrón ponía en el papel y la Sor de la Misión leía en voz alta, sin censuras ni reparos. "Querida Nkue, espero que ésta os encuentre bien a ti, a tu familia y a todos en el pueblo…" Se decía que iba a aprender a leer y a escribir y que en cuanto volviera a casa le enseñaría a ella a hacerlo también; se prometió que al menos una vez en la vida le escribiría una apasionada carta de amor que ella pudiera leer con sus propios ojos y que leyéndola se sintiera turbada y enardecida. Mientras tanto Nkue escuchaba la voz de la monjita que en tono monocorde seguía leyendo: "Aquí en la capital hace mucho frío y hay que caminar deprisa, aprietan los zapatos y el roce de la costura de los vestidos es molesto e irritante. Pero trabajo mucho y he aprendido a conducir un furgón, cuando vuelva a casa tendré un oficio y…"
Esto leía la monjita, sí; pero Nkue llevaba ligado en la muñeca el extremo de un finísimo e invisible hilo de oro y sensaciones, que cruzaba tierras y mares y le ataba a él al otro lado. Y por ese hilo venía la carta verdadera, la de las palabras que Boiko decía en silencio y no pronunciaba porque ni el caballero las hubiera aprobado ni la monja las hubiera leído. Por eso no estaban escritas en el papel. "Aquí apenas llueve y es tan árida la piel de la gente como lo es la tierra debajo del asfalto. ¡Cómo echo de menos tus honduras, Tormenta! Escúchame en el fragor del vendaval y mira. Mira cómo me levanto invicto en cada rayo y centelleo feroz en el relámpago. ¿Me ves? ¿Me oyes? Soy yo el que brama en cada trueno, soy yo que estoy llegando a ti. Y te encuentro. Una pantera férvida de ojos de fuego que enciende la noche eres tú, Nkue, ¿qué podría separarnos?”
También ella componía una carta y la dictaba a la monjita austera, que escribía con letra apretada y limpia una cartita limpia, apretada y contenida. “Estimado Boiko, he recibido con agrado tus noticias y deseo que pronto regreses a casa, pues te echo de menos. Las lluvias intensas desbordaron la avenida e inundaron varias galerías de la mina. Mi padre y mis hermanos no pueden trabajar ahora y están reparando un cobertizo viejo en las afueras del pueblo, que será para nosotros cuando al fin vuelvas y nos casemos. Mi madre me ayuda a preparar el ajuar y...”
Esto leía el caballero, sí; pero no era esto lo que Boiko escuchaba, porque un hilo de oro y sensaciones que cruzaba tierras y mares traía consigo otras palabras… “¡Ay amor! Sí, te veo llegar en el rayo y en el trueno, y cuando estallas tú, yo brillo. Y me ciño a ti y respiro en tu cintura, y si tú anhelas yo aliento. ¿Qué podría separarnos? No hay espacio que sea distancia, no hay tiempo que sea retardo. No hay voz que no sea la tuya, estás en mí. Estoy en ti, ¿me sientes? Cierra los ojos y óyeme a mí y solo a mí. Y vamos, vamos, vamos… Ríe, juega, come y bebe; prodiga y derrocha. Abraza a la noche y baila conmigo una danza frenética. Y vamos, vamos, vamos…”
Y así, de aquella manera, ambos escribían su pasión y recibían la del otro y se reconocían, se sentían y se amaban.
Cinco años después de irse, regresó al fin. Él era listo y tenía oficio, sabía conducir un furgón. Le contrataron de capataz en la mina y trabajaba ella en los campos, de sol a sol. Ocupaban sus ratos libres en cuestiones de amor y él, mientras esperaba que la pasión se enfriara y quedara tiempo para poder afanarse en estudiar el abecedario y practicar con los cuadernos de escritura, aprendía a escribir surcando con los dedos la piel de ella y a leer entre silencios y suspiros.
-¿Puedes adivinar lo que pongo en la carta que te escribo?- Preguntaba.
-Sí, pone: "Querida Nkue, esta carta te escribo con los dedos y la lengua y con tinta de deseo en el papel de tu piel…"
El se reía y decía, sí, sí, sí, y pensaba cosas nuevas para seguir escribiendo.
Unos meses después se hundió la galería de la mina. Le sacaron roto de entre los costeros, casi perdido el aliento y sin conciencia. Mucho tiempo pasó en que parecía muerto, pero al fin vivió para no volver a ser él. Vivió para no poder hablar ni moverse, para no hacer nada ni reconocer a nadie, para no sentir el calor ni la humedad, ni reaccionar al dolor o a las caricias. Y así seguía tres años después en un pabellón pequeño anexo al hospital de la misión, con la mirada, las manos, la voz y la piel perdidas. Nkue, como siempre, trabaja en los campos, de sol a sol. Y cada día al caer la noche acudía a la cabaña, le contaba cosas y recordaba para él los días en que estuvieron cerca o estuvieron lejos y adivinaban para el otro sus cartas de amor. Luego arreglaba la cama y se acostaba a su lado. Cogía su mano desmayada y con los dedos de él garrapateaba algunos trazos torpes en el dorso de su propia mano.
-Puedo adivinar lo que has puesto en la carta que hoy me escribes –le decía-, has puesto: " Nkue, mi tormenta, he pensado una carta de amor para ti, pero no puedo escribirla, la urgencia y la ansiedad me paralizan. Me he agotado en este largo viaje, en esta aventura equinoccial y desquiciada que está hecha de ausencia. Pero te siento, tormenta, y adivino tu carta de amor a mí. Adivina tú lo que escribo con tinta de miedo y delirio, adivina mi deseo de ti. Querida mía, estoy lejos todavía, pero lleno de palabras, de gestos y de caricias. ¿Sientes el viento? ¿Oyes el trueno en el fragor de la tormenta? Sí, soy yo que vuelvo, que estoy llegando a ti.”
Pasaron así los días, los meses y algunos años más y cada noche Nkue susurraba al oído de Boiko la carta de amor que adivinaba en él, y leyéndola se iba quedando dormida. Un día le despertó la caricia de sus dedos. "Tormenta, ¡Cuánto tiempo encadenado y mudo viviendo en ti! He vuelto a casa, pantera, fuego, ansia, hambre, calor y frío, valor y miedo. He vuelto a casa, tormenta. Mira como me levanto en el rayo victorioso, mira como centelleo en el relámpago y grito en el fragor del trueno; entero, nuevo, firme, fuerte y verdadero”. Ella despertó y él había vuelto. Y aún se aman, y aún sueñan y aún duermen y escriben sus cartas de amor.
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